Amor / Love

Look inside
Paperback
$16.00 US
On sale Nov 05, 2013 | 240 Pages | 978-0-345-80601-7
Atrévete a amar.

Si hay alguien capaz de describir con maestría, personalidad y humor la naturaleza caprichosa del amor, es Isabel Allende. Esta recopilación de escenas de amor, seleccionadas de entre sus libros, es una invitación a sumergirse en la lectura, soñar y sonreír. La gran narradora chilena escribe abiertamente, haciendo un guiño a sus lectores, sobre sus experiencias en el sexo y el amor.
Las llaves de la lujuria

Nací en el sur del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos, muy pocos, y paleolítica en todos los demás. Me crié en el hogar de mis abuelos, un caserón estrafalario donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de patas de león, un pesado mueble español que, después de dar varias vueltas por el mundo, terminó en mi poder en California. Vivían allí dos tíos solteros, bastante excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia. Uno de ellos había pasado varios años en la India y volvió convertido en faquir, se alimentaba de zanahorias y andaba cubierto apenas por un taparrabo, recitando los múltiples nombres de Dios en sánscrito. El otro era un personaje apasionado de la lectura, huraño y generoso, parecido en aspecto a Carlos Gardel, el ruiseñor del tango. (Ambos sirvieron de modelos —algo exagerados, lo admito— para Jaime y Nicolás Trueba en La casa de los espíritus.) Gracias al tío amante de la lectura, la casa estaba llena de libros que se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable y se reproducían en el secreto de la noche. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas; así, leí al Marqués de Sade a los nueve años, pero sus textos eran demasiados avanzados para mi edad, ya que el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales. El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el faquir, sentado en el patio en la posición del loto contemplando la luna, y me sentí defraudada por ese pequeño apéndice que descansaba entre sus piernas y cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?

A los once años yo vivía en Bolivia, porque mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé varios meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba eternamente con las orejas rojas y el corazón a saltos, me enamoraba cada día de un chico diferente. Mis compañeros eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas en el recreo, mientras que las niñas estábamos en la etapa de medirnos el busto y anotar en una libreta los besos que recibíamos, especificando los detalles: con quién, dónde, cómo. Algunas afortunadas podían escribir: Felipe, en el baño, con lengua. Mi libreta estaba en blanco. Fingía que esas tonterías no me interesaban, me vestía de hombre y trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y tenía el sex-appeal de un pollo desplumado.

En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía, pero conocíamos mejor el sistema reproductivo de la mosca que el nuestro. Eran tantos los eufemismos para describir el proceso de gestación de un crío, que era imposible visualizarlo; lo más atrevido que nos mostraron fue la estilizada ilustración de una madre amamantando a un recién nacido. Del resto nada sabíamos y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba. ¿Por qué los adultos hacían esa cochinada? La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, como la menstruación lo era por las niñas. Yo era buena lectora y a veces encontraba alguna referencia oblicua en los libros, pero en esa época ya no contaba con la vasta biblioteca de mi tío y no había literatura erótica en las casas decentes.

En esa escuela mixta de Bolivia las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso; dile que sí pero con los ojos cerrados; dice que ahora ya no tiene más estúpida eres tú; y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo de grandes orejas a quien todas las niñas amábamos en secreto, porque su papá era rico y tenían piscina. Me hizo sangrar por la nariz, pero ese chiquillo pecoso y jadeante aplastándome contra las piedras del patio es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida. En otra ocasión, en una fiesta, Keenan me invitó a bailar. A La Paz no había llegado el impacto del rock, que empezaba a sacudir al mundo, y todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby. (¡Oh, Dios! ¡Era la prehistoria!) Se bailaba abrazados, a veces con las mejillas pegadas, pero yo era tan diminuta que la mía apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal. Por suerte, Keenan era bajo para su edad. Me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco mejor la naturaleza masculina, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves. Pobre niño.
Isabel Allende nació en Perú donde su padre era diplomático chileno. Vivió en Chile entre 1945 y 1975, con largas temporadas de residencia en otros lugares, en Venezuela hasta 1988 y, a partir de entonces, en California. Inició su carrera literaria en el periodismo en Chile y en Venezuela. Su primera novela, La casa de los espíritus, se convirtió en uno de los títulos míticos de la literatura latinoamericana. A ella le siguieron otros muchos, todos los cuales han sido éxitos internacionales. Su obra ha sido traducida a treinta y cinco idiomas. En 2010, fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura de Chile, y en 2012, con el Premio Hans Christian Andersen de Literatura por su trilogía El Águila y el Jaguar.

About

Atrévete a amar.

Si hay alguien capaz de describir con maestría, personalidad y humor la naturaleza caprichosa del amor, es Isabel Allende. Esta recopilación de escenas de amor, seleccionadas de entre sus libros, es una invitación a sumergirse en la lectura, soñar y sonreír. La gran narradora chilena escribe abiertamente, haciendo un guiño a sus lectores, sobre sus experiencias en el sexo y el amor.

Excerpt

Las llaves de la lujuria

Nací en el sur del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos, muy pocos, y paleolítica en todos los demás. Me crié en el hogar de mis abuelos, un caserón estrafalario donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de patas de león, un pesado mueble español que, después de dar varias vueltas por el mundo, terminó en mi poder en California. Vivían allí dos tíos solteros, bastante excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia. Uno de ellos había pasado varios años en la India y volvió convertido en faquir, se alimentaba de zanahorias y andaba cubierto apenas por un taparrabo, recitando los múltiples nombres de Dios en sánscrito. El otro era un personaje apasionado de la lectura, huraño y generoso, parecido en aspecto a Carlos Gardel, el ruiseñor del tango. (Ambos sirvieron de modelos —algo exagerados, lo admito— para Jaime y Nicolás Trueba en La casa de los espíritus.) Gracias al tío amante de la lectura, la casa estaba llena de libros que se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable y se reproducían en el secreto de la noche. Nadie censuraba o guiaba mis lecturas; así, leí al Marqués de Sade a los nueve años, pero sus textos eran demasiados avanzados para mi edad, ya que el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales. El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el faquir, sentado en el patio en la posición del loto contemplando la luna, y me sentí defraudada por ese pequeño apéndice que descansaba entre sus piernas y cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso?

A los once años yo vivía en Bolivia, porque mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé varios meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba eternamente con las orejas rojas y el corazón a saltos, me enamoraba cada día de un chico diferente. Mis compañeros eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas en el recreo, mientras que las niñas estábamos en la etapa de medirnos el busto y anotar en una libreta los besos que recibíamos, especificando los detalles: con quién, dónde, cómo. Algunas afortunadas podían escribir: Felipe, en el baño, con lengua. Mi libreta estaba en blanco. Fingía que esas tonterías no me interesaban, me vestía de hombre y trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y tenía el sex-appeal de un pollo desplumado.

En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía, pero conocíamos mejor el sistema reproductivo de la mosca que el nuestro. Eran tantos los eufemismos para describir el proceso de gestación de un crío, que era imposible visualizarlo; lo más atrevido que nos mostraron fue la estilizada ilustración de una madre amamantando a un recién nacido. Del resto nada sabíamos y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba. ¿Por qué los adultos hacían esa cochinada? La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, como la menstruación lo era por las niñas. Yo era buena lectora y a veces encontraba alguna referencia oblicua en los libros, pero en esa época ya no contaba con la vasta biblioteca de mi tío y no había literatura erótica en las casas decentes.

En esa escuela mixta de Bolivia las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso; dile que sí pero con los ojos cerrados; dice que ahora ya no tiene más estúpida eres tú; y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo de grandes orejas a quien todas las niñas amábamos en secreto, porque su papá era rico y tenían piscina. Me hizo sangrar por la nariz, pero ese chiquillo pecoso y jadeante aplastándome contra las piedras del patio es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida. En otra ocasión, en una fiesta, Keenan me invitó a bailar. A La Paz no había llegado el impacto del rock, que empezaba a sacudir al mundo, y todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby. (¡Oh, Dios! ¡Era la prehistoria!) Se bailaba abrazados, a veces con las mejillas pegadas, pero yo era tan diminuta que la mía apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal. Por suerte, Keenan era bajo para su edad. Me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco mejor la naturaleza masculina, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves. Pobre niño.

Author

Isabel Allende nació en Perú donde su padre era diplomático chileno. Vivió en Chile entre 1945 y 1975, con largas temporadas de residencia en otros lugares, en Venezuela hasta 1988 y, a partir de entonces, en California. Inició su carrera literaria en el periodismo en Chile y en Venezuela. Su primera novela, La casa de los espíritus, se convirtió en uno de los títulos míticos de la literatura latinoamericana. A ella le siguieron otros muchos, todos los cuales han sido éxitos internacionales. Su obra ha sido traducida a treinta y cinco idiomas. En 2010, fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura de Chile, y en 2012, con el Premio Hans Christian Andersen de Literatura por su trilogía El Águila y el Jaguar.