Mañana en la batalla piensa en mí / Tomorrow in the Battle Think on Me

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Mañana en la batalla piensa en mí nos habla sobre el ocultamiento y el olvido, y sobre el engaño, que quizá “es nuestra condición natural”

Víctor Francés, un escritor frustrado que presta su pluma a otros, es invitado a cenar a casa de Marta Téllez, una hermosa mujer casada a la que apenas conoce y cuyo marido está de viaje en Londres. La noche promete pero, antes de poder consumar el adulterio, Marta comienza a sentirse mal y muere. Víctor huye entonces de esa casa ajena, dejando a un niño de dos años durmiendo en una de las habitaciones y a una mujer muerta. Su reacción y esa infidelidad no consumada lo obsesionarán. En un Madrid invernal y nocturno, el narrador se convertirá desde ese momento en una sombra que finge ser quien no es, que disimula sus intenciones, que no quiere ni busca nada pero sin embargo encuentra. Y entretanto una maldición va resonando: "Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere".

"Deslumbrante. . . . Javier Marías escribe con elegancia, con ingenio y con suspense magistral." —The Times Literary Supplement
Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos.
 
Hay un grado de irrealidad en lo que a mí me ha pasado, y además todavía no ha concluido, o quizá debería emplear otro tiempo verbal, el clásico en nuestra lengua cuando contamos, y decir lo que me pasó, aunque no esté concluido. Tal vez ahora, al contarlo, me dé la risa. Pero no lo creo, porque aún no es remoto y mi muerta no habita en el pasado desde hace mucho ni fue poderosa ni una enemiga, y sin duda tampoco puedo decir que fuera una desconocida, aunque supiera poco acerca de ella cuando murió en mis brazos —ahora sé más, en cambio—. Fue una suerte que aún no estuviera desnuda, o no del todo, estábamos justamente en el proceso de desvestirnos, el uno al otro como suele suceder la primera vez que eso sucede, esto es, en las noches inaugurales que cobran la apariencia de lo imprevisto, o que se fingen impremeditadas para dejar el pudor a salvo y poder tener luego una sensación de inevitabilidad, y así desechar la culpa posible, la gente cree en la predestinación y en la intervención del hado, cuando le conviene. Como si todo el mundo tuviera interés en decir, llegado el caso: ‘Yo no lo busqué, yo no lo quise’, cuando las cosas salen mal o deprimen, o se arrepiente uno, o resulta que se hizo daño. Yo no lo busqué ni lo quise, debería decir yo ahora que sé que ella ha muerto, y que murió inoportunamente en mis brazos sin conocerme apenas —inmerecidamente, no me tocaba estar a su lado—. Nadie me creería si lo dijera, lo cual sin embargo no importa mucho, ya que soy yo quien está contando, y se me escucha o no se me escucha, eso es todo. Yo no lo busqué, yo no lo quise, digo ahora por tanto, y ella ya no puede decir lo mismo ni ninguna otra cosa ni desmentirme, lo último que dijo fue: ‘Ay Dios, y el niño’. Lo primero que había dicho fue: ‘No me siento bien, no sé qué me pasa’. Quiero decir lo primero tras la interrupción del proceso, ya habíamos llegado a su alcoba y estábamos medio echados, medio vestidos y medio desvestidos. De pronto se retiró y me tapó los labios como si no quisiera dejar de besármelos sin la transición de otro afecto y otro tacto, y me apartó suavemente con el envés de la mano y se colocó de costado, dándome la espalda, y cuando yo le pregunté ‘¿Qué ocurre?’, me contestó eso: ‘No me siento bien, no sé qué me pasa’. Vi entonces su nuca que no había visto nunca, con el pelo algo levantado y algo enredado y algo sudado, y calor no hacía, una nuca decimonónica por la que corrían estrías o hilos de cabello negro y pegado, como sangre a medio secar, o barro, como la nuca de alguien que resbaló en la ducha y aún tuvo tiempo de cerrar el grifo. Todo fue muy rápido y no dio tiempo a nada. No a llamar a un médico (pero a qué médico a las tres de la madrugada, los médicos ni siquiera a la hora de comer van ya a las casas), ni a avisar a un vecino (pero a qué vecino, yo no los conocía, no estaba en mi casa ni había estado nunca en aquella casa en la que era un invitado y ahora un intruso, ni siquiera en aquella calle, pocas veces en el barrio, mucho antes), ni a llamar al marido (pero cómo podía llamar yo al marido, y además estaba de viaje, y ni siquiera sabía su nombre completo), ni a despertar al niño (y para qué iba a despertar al niño, con lo que había costado que se durmiera), ni tampoco a intentar auxiliarla yo mismo, se sintió mal de repente, al principio pensé o pensamos que le habría sentado mal la cena con tantas interrupciones, o pensé yo solo que quizá se estaba ya deprimiendo o arrepintiendo o que le había entrado miedo, las tres cosas toman a menudo la forma del malestar y la enfermedad, el miedo y la depresión y el arrepentimiento, sobre todo si este último aparece simultáneamente con los actos que lo provocan, todo a la vez, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, la desdicha de no saber y tener que obrar porque hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos: decidir sin saber, actuar sin saber y por tanto previendo, la mayor y más común desgracia, previendo lo que viene luego, percibida normalmente como desgracia menor, pero percibida por todos a diario. Algo a lo que se habitúa uno, no le hacemos mucho caso. Se sintió mal y no me atrevo a nombrarla, Marta, ese era su nombre, Téllez su apellido, dijo que sentía un mareo, y yo le pregunté: ‘Pero ¿qué tipo de mareo, de estómago o de cabeza?’. ‘No lo sé, un mareo horrible, de todo, todo el cuerpo, me siento morir.’ Todo aquel cuerpo que empezaba a estar en mis manos, las manos que van a todas partes, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de las manos que van tanteando todo un cuerpo que aún no saben si les complace, y de pronto ese cuerpo sufre un mareo, el más difuso de los malestares, el cuerpo entero, como ella dijo, y lo último que había dicho, ‘me siento morir’, lo había dicho no literalmente, sino como frase hecha. Ella no lo creía, ni yo tampoco, es más, ella había dicho ‘No sé qué me pasa’. Yo insistí, porque preguntar es una manera de evitar hacer, no sólo preguntar sino hablar y contar evita los besos y evita los golpes y tomar medidas, abandonar la espera, y qué podía hacer yo, sobre todo al principio, cuando todo debía ser pasajero según las reglas de lo que ocurre y no ocurre, que a veces se quiebran. ‘Pero ¿tienes ganas de vomitar?’ Ella no contestó con palabras, hizo un gesto negativo con la nuca de sangre semiseca o barro, como si le costara articular. Me levanté de la cama y di la vuelta y me arrodillé a su lado para verle la cara, le puse una mano en el antebrazo (tocar consuela, la mano del médico). Tenía los ojos cerrados y apretados en aquel momento, pestañas largas, como si le dañara la luz de la mesilla de noche que aún no habíamos apagado (pero yo pensaba hacerlo ya en breve, antes de su indisposición había dudado si apagarla ya o bien todavía no: quería ver, aún estaba por ver aquel cuerpo nuevo que seguramente me complacería, no la había apagado). La dejé encendida, ahora podía sernos útil en vista de su repentino estado, de enfermedad o depresión o miedo o arrepentimiento. ‘¿Quieres que llame a un médico?’, y pensé en las improbables urgencias, fantasmagorías del listín telefónico. Volvió a negar con la cabeza. ‘¿Dónde te duele?’, pregunté, y ella se señaló con desgana una zona imprecisa que abarcaba el pecho y el estómago y más abajo, en realidad todo el cuerpo menos la cabeza y las extremidades. Su estómago estaba ya al descubierto y el pecho no tanto, aún tenía puesto (aunque soltado el broche) su sostén sin tirantes, un vestigio del verano, como la parte superior de un bikini, le estaba un poco pequeño y quizá se lo había puesto, ya un poco antiguo, porque me esperaba esa noche y todo era premeditado en contra de las apariencias y las casualidades trabajosamente forjadas que nos habían llevado hasta aquella cama de su matrimonio (sé que algunas mujeres usan a propósito tallas menores, para realzarse). Yo le había soltado el broche, pero la prenda no había caído, Marta se la sujetaba aún con los brazos, o con las axilas, tal vez sin querer ahora. ‘¿Se te va pasando?’ ‘No, no lo sé, creo que no’, dijo ella, Marta Téllez, con la voz no ya adelgazada, sino deformada por el dolor o la angustia, pues en realidad dolor no sé si tenía. ‘Espera un poco, no puedo casi hablar’, añadió —estar mal da pereza—, y sin embargo dijo algo más, no estaba lo bastante mal para olvidarse de mí, o era considerada en cualquier circunstancia y aunque se estuviera muriendo, en mi escaso trato con ella me había parecido una persona considerada (pero entonces no sabíamos que se estaba muriendo): ‘Pobre’, dijo, ‘no contabas con esto, qué noche horrible’. No contaba con nada, o tal vez sí, con lo que contaba ella. La noche no había sido horrible hasta entonces, si acaso un poco aburrida, y no he sabido si adivinaba ya lo que iba a ocurrirle o si se estaba refiriendo a la espera excesiva por culpa del niño sin sueño. Me levanté, de nuevo di la vuelta a la cama y me recosté en el lado que había ocupado antes, el izquierdo, pensando (volví a ver su nuca inmóvil surcada, encogida como por el frío): ‘Quizá es mejor que espere y no le pregunte durante un rato, que la deje tranquila a ver si se le pasa, no obligarla a contestar preguntas ni a calibrar cada pocos segundos si está un poco mejor o un poco peor, pensar en la enfermedad la agudiza, como vigilarla demasiado estrechamente’. Miré hacia las paredes de aquella alcoba en la que al entrar no me había fijado porque tenía la vista en la mujer antes vivaz o tímida y ahora maltrecha, que me conducía de la mano. Había un espejo de cuerpo entero frente a la cama, como si fuera la habitación de un hotel (un matrimonio al que gustaba mirarse, antes de salir a la calle, antes de acostarse). El resto, en cambio, era un dormitorio doméstico, de dos personas, había rastros de un marido en la mesilla que había a mi lado (ella se había deslizado desde el principio hacia el que ocuparía cada noche, algo indiscutible y mecánico, y cada mañana): una calculadora, un abrecartas, un antifaz de avión para ahuyentar la luz del océano, monedas, cenicero sucio y despertador con radio, en el hueco inferior un cartón de tabaco en el que sólo quedaba un paquete, un frasco de colonia muy viril de Loewe que le habrían regalado, acaso la propia Marta por un cumpleaños reciente, dos novelas también regaladas (o no, pero yo no me veía comprándolas), un tubo de Redoxon efervescente, un vaso vacío que no le habría dado tiempo a retirar antes de salir de viaje, el suplemento de una revista con la programación de televisión, no la vería, estaba hoy de viaje. La televisión estaba a los pies de la cama, al lado del espejo, gente cómoda, durante un instante se me ocurrió ponerla con el mando a distancia, pero el mando estaba en la otra mesilla, en la de Marta, y tenía que dar otra vez la vuelta o bien molestarla con mi brazo estirado por encima de su cabeza, en qué estaría pensando, si era depresión o miedo lo que la había atacado. Lo estiré y cogí el mando, ella no se dio cuenta aunque le rocé el pelo con la manga subida de mi camisa. En la pared de la izquierda había una reproducción de un cuadro algo cursi que conozco bien, Bartolomeo da Venezia el pintor, está en Francfort, representa a una mujer con laurel, toca y bucles escuálidos en la cabeza, diadema en la frente, un manojo de florecillas distintas en la mano alzada y un pecho al descubierto (más bien plano); en la de la derecha había armarios empotrados pintados de blanco, como los muros. Allí dentro estarían las ropas que el marido no se llevó de viaje, la mayoría, era una ausencia breve según me había dicho su mujer Marta durante la cena, a Londres.

Javier Marías nació en Madrid en 1951. Es autor de las novelas Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, El monarca del tiempo, El siglo, El hombre sentimental, Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Tu rostro mañana: Fiebre y lanza y Tu rostro mañana: Baile y sueño, entre otros muchos relatos, ensayos, antologías y traducciones. Ha recibido numerosos premios, entre los que cabe destacar el Premio Internazionale Ennio Flaiano, el IMPAC Dublin Literary Award, el Premio Internacional Rómulo Gallegos, el Premio de la Crítica y el Prix Femina Étranger. Fue profesor en la Universidad de Oxford y en la Complutense de Madrid. Sus obras se han traducido a treinta y cuatro lenguas y se han publicado en cuarenta y cuatro países.

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Mañana en la batalla piensa en mí nos habla sobre el ocultamiento y el olvido, y sobre el engaño, que quizá “es nuestra condición natural”

Víctor Francés, un escritor frustrado que presta su pluma a otros, es invitado a cenar a casa de Marta Téllez, una hermosa mujer casada a la que apenas conoce y cuyo marido está de viaje en Londres. La noche promete pero, antes de poder consumar el adulterio, Marta comienza a sentirse mal y muere. Víctor huye entonces de esa casa ajena, dejando a un niño de dos años durmiendo en una de las habitaciones y a una mujer muerta. Su reacción y esa infidelidad no consumada lo obsesionarán. En un Madrid invernal y nocturno, el narrador se convertirá desde ese momento en una sombra que finge ser quien no es, que disimula sus intenciones, que no quiere ni busca nada pero sin embargo encuentra. Y entretanto una maldición va resonando: "Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere".

"Deslumbrante. . . . Javier Marías escribe con elegancia, con ingenio y con suspense magistral." —The Times Literary Supplement

Excerpt

Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos.
 
Hay un grado de irrealidad en lo que a mí me ha pasado, y además todavía no ha concluido, o quizá debería emplear otro tiempo verbal, el clásico en nuestra lengua cuando contamos, y decir lo que me pasó, aunque no esté concluido. Tal vez ahora, al contarlo, me dé la risa. Pero no lo creo, porque aún no es remoto y mi muerta no habita en el pasado desde hace mucho ni fue poderosa ni una enemiga, y sin duda tampoco puedo decir que fuera una desconocida, aunque supiera poco acerca de ella cuando murió en mis brazos —ahora sé más, en cambio—. Fue una suerte que aún no estuviera desnuda, o no del todo, estábamos justamente en el proceso de desvestirnos, el uno al otro como suele suceder la primera vez que eso sucede, esto es, en las noches inaugurales que cobran la apariencia de lo imprevisto, o que se fingen impremeditadas para dejar el pudor a salvo y poder tener luego una sensación de inevitabilidad, y así desechar la culpa posible, la gente cree en la predestinación y en la intervención del hado, cuando le conviene. Como si todo el mundo tuviera interés en decir, llegado el caso: ‘Yo no lo busqué, yo no lo quise’, cuando las cosas salen mal o deprimen, o se arrepiente uno, o resulta que se hizo daño. Yo no lo busqué ni lo quise, debería decir yo ahora que sé que ella ha muerto, y que murió inoportunamente en mis brazos sin conocerme apenas —inmerecidamente, no me tocaba estar a su lado—. Nadie me creería si lo dijera, lo cual sin embargo no importa mucho, ya que soy yo quien está contando, y se me escucha o no se me escucha, eso es todo. Yo no lo busqué, yo no lo quise, digo ahora por tanto, y ella ya no puede decir lo mismo ni ninguna otra cosa ni desmentirme, lo último que dijo fue: ‘Ay Dios, y el niño’. Lo primero que había dicho fue: ‘No me siento bien, no sé qué me pasa’. Quiero decir lo primero tras la interrupción del proceso, ya habíamos llegado a su alcoba y estábamos medio echados, medio vestidos y medio desvestidos. De pronto se retiró y me tapó los labios como si no quisiera dejar de besármelos sin la transición de otro afecto y otro tacto, y me apartó suavemente con el envés de la mano y se colocó de costado, dándome la espalda, y cuando yo le pregunté ‘¿Qué ocurre?’, me contestó eso: ‘No me siento bien, no sé qué me pasa’. Vi entonces su nuca que no había visto nunca, con el pelo algo levantado y algo enredado y algo sudado, y calor no hacía, una nuca decimonónica por la que corrían estrías o hilos de cabello negro y pegado, como sangre a medio secar, o barro, como la nuca de alguien que resbaló en la ducha y aún tuvo tiempo de cerrar el grifo. Todo fue muy rápido y no dio tiempo a nada. No a llamar a un médico (pero a qué médico a las tres de la madrugada, los médicos ni siquiera a la hora de comer van ya a las casas), ni a avisar a un vecino (pero a qué vecino, yo no los conocía, no estaba en mi casa ni había estado nunca en aquella casa en la que era un invitado y ahora un intruso, ni siquiera en aquella calle, pocas veces en el barrio, mucho antes), ni a llamar al marido (pero cómo podía llamar yo al marido, y además estaba de viaje, y ni siquiera sabía su nombre completo), ni a despertar al niño (y para qué iba a despertar al niño, con lo que había costado que se durmiera), ni tampoco a intentar auxiliarla yo mismo, se sintió mal de repente, al principio pensé o pensamos que le habría sentado mal la cena con tantas interrupciones, o pensé yo solo que quizá se estaba ya deprimiendo o arrepintiendo o que le había entrado miedo, las tres cosas toman a menudo la forma del malestar y la enfermedad, el miedo y la depresión y el arrepentimiento, sobre todo si este último aparece simultáneamente con los actos que lo provocan, todo a la vez, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, la desdicha de no saber y tener que obrar porque hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos: decidir sin saber, actuar sin saber y por tanto previendo, la mayor y más común desgracia, previendo lo que viene luego, percibida normalmente como desgracia menor, pero percibida por todos a diario. Algo a lo que se habitúa uno, no le hacemos mucho caso. Se sintió mal y no me atrevo a nombrarla, Marta, ese era su nombre, Téllez su apellido, dijo que sentía un mareo, y yo le pregunté: ‘Pero ¿qué tipo de mareo, de estómago o de cabeza?’. ‘No lo sé, un mareo horrible, de todo, todo el cuerpo, me siento morir.’ Todo aquel cuerpo que empezaba a estar en mis manos, las manos que van a todas partes, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de las manos que van tanteando todo un cuerpo que aún no saben si les complace, y de pronto ese cuerpo sufre un mareo, el más difuso de los malestares, el cuerpo entero, como ella dijo, y lo último que había dicho, ‘me siento morir’, lo había dicho no literalmente, sino como frase hecha. Ella no lo creía, ni yo tampoco, es más, ella había dicho ‘No sé qué me pasa’. Yo insistí, porque preguntar es una manera de evitar hacer, no sólo preguntar sino hablar y contar evita los besos y evita los golpes y tomar medidas, abandonar la espera, y qué podía hacer yo, sobre todo al principio, cuando todo debía ser pasajero según las reglas de lo que ocurre y no ocurre, que a veces se quiebran. ‘Pero ¿tienes ganas de vomitar?’ Ella no contestó con palabras, hizo un gesto negativo con la nuca de sangre semiseca o barro, como si le costara articular. Me levanté de la cama y di la vuelta y me arrodillé a su lado para verle la cara, le puse una mano en el antebrazo (tocar consuela, la mano del médico). Tenía los ojos cerrados y apretados en aquel momento, pestañas largas, como si le dañara la luz de la mesilla de noche que aún no habíamos apagado (pero yo pensaba hacerlo ya en breve, antes de su indisposición había dudado si apagarla ya o bien todavía no: quería ver, aún estaba por ver aquel cuerpo nuevo que seguramente me complacería, no la había apagado). La dejé encendida, ahora podía sernos útil en vista de su repentino estado, de enfermedad o depresión o miedo o arrepentimiento. ‘¿Quieres que llame a un médico?’, y pensé en las improbables urgencias, fantasmagorías del listín telefónico. Volvió a negar con la cabeza. ‘¿Dónde te duele?’, pregunté, y ella se señaló con desgana una zona imprecisa que abarcaba el pecho y el estómago y más abajo, en realidad todo el cuerpo menos la cabeza y las extremidades. Su estómago estaba ya al descubierto y el pecho no tanto, aún tenía puesto (aunque soltado el broche) su sostén sin tirantes, un vestigio del verano, como la parte superior de un bikini, le estaba un poco pequeño y quizá se lo había puesto, ya un poco antiguo, porque me esperaba esa noche y todo era premeditado en contra de las apariencias y las casualidades trabajosamente forjadas que nos habían llevado hasta aquella cama de su matrimonio (sé que algunas mujeres usan a propósito tallas menores, para realzarse). Yo le había soltado el broche, pero la prenda no había caído, Marta se la sujetaba aún con los brazos, o con las axilas, tal vez sin querer ahora. ‘¿Se te va pasando?’ ‘No, no lo sé, creo que no’, dijo ella, Marta Téllez, con la voz no ya adelgazada, sino deformada por el dolor o la angustia, pues en realidad dolor no sé si tenía. ‘Espera un poco, no puedo casi hablar’, añadió —estar mal da pereza—, y sin embargo dijo algo más, no estaba lo bastante mal para olvidarse de mí, o era considerada en cualquier circunstancia y aunque se estuviera muriendo, en mi escaso trato con ella me había parecido una persona considerada (pero entonces no sabíamos que se estaba muriendo): ‘Pobre’, dijo, ‘no contabas con esto, qué noche horrible’. No contaba con nada, o tal vez sí, con lo que contaba ella. La noche no había sido horrible hasta entonces, si acaso un poco aburrida, y no he sabido si adivinaba ya lo que iba a ocurrirle o si se estaba refiriendo a la espera excesiva por culpa del niño sin sueño. Me levanté, de nuevo di la vuelta a la cama y me recosté en el lado que había ocupado antes, el izquierdo, pensando (volví a ver su nuca inmóvil surcada, encogida como por el frío): ‘Quizá es mejor que espere y no le pregunte durante un rato, que la deje tranquila a ver si se le pasa, no obligarla a contestar preguntas ni a calibrar cada pocos segundos si está un poco mejor o un poco peor, pensar en la enfermedad la agudiza, como vigilarla demasiado estrechamente’. Miré hacia las paredes de aquella alcoba en la que al entrar no me había fijado porque tenía la vista en la mujer antes vivaz o tímida y ahora maltrecha, que me conducía de la mano. Había un espejo de cuerpo entero frente a la cama, como si fuera la habitación de un hotel (un matrimonio al que gustaba mirarse, antes de salir a la calle, antes de acostarse). El resto, en cambio, era un dormitorio doméstico, de dos personas, había rastros de un marido en la mesilla que había a mi lado (ella se había deslizado desde el principio hacia el que ocuparía cada noche, algo indiscutible y mecánico, y cada mañana): una calculadora, un abrecartas, un antifaz de avión para ahuyentar la luz del océano, monedas, cenicero sucio y despertador con radio, en el hueco inferior un cartón de tabaco en el que sólo quedaba un paquete, un frasco de colonia muy viril de Loewe que le habrían regalado, acaso la propia Marta por un cumpleaños reciente, dos novelas también regaladas (o no, pero yo no me veía comprándolas), un tubo de Redoxon efervescente, un vaso vacío que no le habría dado tiempo a retirar antes de salir de viaje, el suplemento de una revista con la programación de televisión, no la vería, estaba hoy de viaje. La televisión estaba a los pies de la cama, al lado del espejo, gente cómoda, durante un instante se me ocurrió ponerla con el mando a distancia, pero el mando estaba en la otra mesilla, en la de Marta, y tenía que dar otra vez la vuelta o bien molestarla con mi brazo estirado por encima de su cabeza, en qué estaría pensando, si era depresión o miedo lo que la había atacado. Lo estiré y cogí el mando, ella no se dio cuenta aunque le rocé el pelo con la manga subida de mi camisa. En la pared de la izquierda había una reproducción de un cuadro algo cursi que conozco bien, Bartolomeo da Venezia el pintor, está en Francfort, representa a una mujer con laurel, toca y bucles escuálidos en la cabeza, diadema en la frente, un manojo de florecillas distintas en la mano alzada y un pecho al descubierto (más bien plano); en la de la derecha había armarios empotrados pintados de blanco, como los muros. Allí dentro estarían las ropas que el marido no se llevó de viaje, la mayoría, era una ausencia breve según me había dicho su mujer Marta durante la cena, a Londres.

Author

Javier Marías nació en Madrid en 1951. Es autor de las novelas Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, El monarca del tiempo, El siglo, El hombre sentimental, Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Tu rostro mañana: Fiebre y lanza y Tu rostro mañana: Baile y sueño, entre otros muchos relatos, ensayos, antologías y traducciones. Ha recibido numerosos premios, entre los que cabe destacar el Premio Internazionale Ennio Flaiano, el IMPAC Dublin Literary Award, el Premio Internacional Rómulo Gallegos, el Premio de la Crítica y el Prix Femina Étranger. Fue profesor en la Universidad de Oxford y en la Complutense de Madrid. Sus obras se han traducido a treinta y cuatro lenguas y se han publicado en cuarenta y cuatro países.