El día en que María y Rosalinda llegaron de visita desde Tacoma fue el día en que María se largó.
Les había tomado tres días manejar hasta San Antonio, y María había chillado todo el camino.
Yo también tenía ganas de chillar y de largarme. Mi mamá había muerto unos meses antes. Yo tenía cincuenta y tres años y me sentía como una huérfana.
Era una huérfana.
Todos los días me despertaba y me sentía como un guante abandonado en la estación de autobuses. No sabía que me sentiría así.
Nadie me dijo.
Me había estado escondiendo en mi casa a partir de entonces. La mayoría de los días ni siquiera me peinaba y la mayoría de los días ni me importaba. Solo pensar en hablar con la gente me hacía sentir mareada.
Y ahora Rosalinda estaba aquí y María había desaparecido, y yo era la única persona que Rosalinda conocía en todo Texas. Me puse los zapatos y tomé las llaves de mi casa.
Seguí a Rosi por arriba y por abajo de las calles de mi barrio y por las dos orillas del río San Antonio.
Les preguntamos a los vecinos.
Pusimos volantes.
—¿Has visto a María?
El reverendo Chavana, que vive enfrente, dijo que no había visto ningún gato nuevo en el barrio, pero agregó mientras se alejaba en su coche: —¡Lo pondré en mi lista de ruegos a Dios!
—¿Has visto a María?
Mi vecino David, el vaquero, llegó a almorzar a su casa, su camioneta chisporroteando como las fiestas patrias, igual que siempre. —Podemos ir a buscarla a caballo por el río —dijo—. Pero mi chamaco viene este fin de semana. ¿Podrían esperarse hasta la semana que entra?
—¿Has visto a María?
Mi vecina Carolina se acercó a la reja de su jardín delantero con su yorkie ladrando a sus pies.
—Ay, ay, ay —dijo—. Se me rompería el alma si perdiera a mi Coco.
Ella conocía el quebranto. Tanto su hermano como su madre habían muerto dentro del mismo año, dejándola completamente sola.
—¿Has visto a María?
Al otro lado de la calle, bajo la sombra de un nogal enorme, la viuda Helena estaba sentada en la banqueta castigando a la mala hierba.
—No puedo ver gran cosa hasta que me quiten las cataratas —dijo—. ¿Les gustaría tomar una soda Big Red?
—¿Han visto a María?
En la casa azul de enfrente, Rogelio y Guillermo interrumpieron su trabajo de jardinería el tiempo justo para leer el volante y negar con la cabeza. Guillermo había perdido a su hijo mayor varios Thanksgivings atrás, y la hermana de Rogelio estaba de nuevo en el hospital con cáncer. —No hemos visto nada —dijeron, pero yo sabía que habían visto suficiente.
Bajando la cuadra donde Steiren se topa con Guenther, un padre
de familia recortaba un arbusto
de lantana, sus dos hijas
colgadas boca abajo del
barandal del porche como tlacuaches.
—¿Han visto a María?
La mayor de ellas arrancó el volante de las manos de su papi antes de que él pudiera siquiera leerlo.
—¿Cuánto dan de recompensa? —preguntó ella de cabeza.
—Cien dólares —dije, inventando la cantidad en ese instante.
—¡Cien dólares! —Un niño que iba volando en su bicicleta se estampó contra el matorral de lantana, con bici y todo.
La niña más pequeña saltó del porche y le llevó el volante a su gato. —Pelusa, ¿has visto a este minino?
Pelusa olfateó el volante, pero no pudo o no quiso decir.
Caminamos por las casotas como pasteles de boda de King William Street y más allá, hasta el puente peatonal O. Henry, el pasadizo rebotando y traqueteando bajo nuestras suelas. A medio camino nos detuvimos a mirar el cielo y las nubes flotar en el agua. Una mamá deportista trotaba empujando a su bebé en una carriola.
Copyright © 2012 by Sandra Cisneros. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.