Download high-resolution image
Listen to a clip from the audiobook
audio play button
0:00
0:00

Festín de cuervos

Listen to a clip from the audiobook
audio play button
0:00
0:00
Audiobook Download
On sale Jul 09, 2019 | 32 Hours and 26 Minutes | 9781984889270
Canción de hielo y fuego IV 
“Cuando se apaga el clamor de las espadas, solamente queda carroña para los cuervos”.
 
Tras siglos de guerras descarnadas, los siete poderes que dividen la tierra se han diezmado unos a otros hasta alcanzar una difícil tregua. Muy pocos reclamos legítimos existen ya por el Trono de Hierro, y la guerra que ha convertido al mundo en poco más que un desierto al fin ha terminado. O eso parece. Pero no pasa mucho tiempo antes de que los sobrevivientes, los proscritos, los renegados y los carroñeros de los Siete Reinos se reúnan. 

Ahora, como cuervos humanos que acechan un banquete de cenizas, nuevas intrigas y peligrosas alianzas se forman, a la vez que rostros sorprendentes —algunos familiares, otros desconocidos— emergen de un siniestro crepúsculo de caos y luchas pasadas para sumir los desafíos de los terribles tiempos que se avecinan. Nobles y plebeyos, soldados y hechiceros, asesinos y sabios se unen para hacer valer su vida y sus fortunas. Porque en un festín de cuervos, muchos son los invitados… pero sólo unos pocos logran sobrevivir.

Festín de cuervos es una aventura magistralmente escrita, de ritmo vertiginoso y emocionalmente compleja”. —Newsday.

ENGLISH DESCRIPTION

THE BOOK BEHIND THE FOURTH SEASON OF THE ACCLAIMED HBO SERIES GAME OF THRONES
#1 NEW YORK TIMES BESTSELLER A SONG OF ICE AND FIRE SERIES: BOOK 4
Few books have captivated the imagination and won the devotion and praise of readers and critics everywhere as has George R. R. Martin’s monumental epic cycle of high fantasy. Now, in A Feast for Crows, Martin delivers the long-awaited fourth book of his landmark series, as a kingdom torn asunder finds itself at last on the brink of peace . . . only to be launched on an even more terrifying course of destruction.
A FEAST FOR CROWS
It seems too good to be true. After centuries of bitter strife and fatal treachery, the seven powers dividing the land have decimated one another into an uneasy truce. Or so it appears. . . . With the death of the monstrous King Joffrey, Cersei is ruling as regent in King’s Landing. Robb Stark’s demise has broken the back of the Northern rebels, and his siblings are scattered throughout the kingdom like seeds on barren soil. Few legitimate claims to the once desperately sought Iron Throne still exist—or they are held in hands too weak or too distant to wield them effectively. The war, which raged out of control for so long, has burned itself out. 
But as in the aftermath of any climactic struggle, it is not long before the survivors, outlaws, renegades, and carrion eaters start to gather, picking over the bones of the dead and fighting for the spoils of the soon-to-be dead. Now in the Seven Kingdoms, as the human crows assemble over a banquet of ashes, daring new plots and dangerous new alliances are formed, while surprising faces—some familiar, others only just appearing—are seen emerging from an ominous twilight of past struggles and chaos to take up the challenges ahead. 
It is a time when the wise and the ambitious, the deceitful and the strong will acquire the skills, the power, and the magic to survive the stark and terrible times that lie before them. It is a time for nobles and commoners, soldiers and sorcerers, assassins and sages to come together and stake their fortunes . . . and their lives. For at a feast for crows, many are the guests—but only a few are the survivors.
PRÓLOGO
 
—Dragones —dijo Mollander. Cogió del suelo una manzana arrugada y se la pasó de una mano a otra.
 
—Lánzala —le dijo Alleras el Esfinge, apremiante. Sacó una flecha del carcaj y la centró en la cuerda del arco.
 
—Cuánto me gustaría ver un dragón. —Roone era el menor de todos, tan solo un chiquillo regordete al que aún le faltaban dos años para llegar a la edad viril—. No sabéis cuánto me gustaría.
 
«Y a mí me gustaría dormir abrazado a Rosey —pensó Pate. Cambió de postura en el banco, inquieto. Tal vez la chica fuera suya al amanecer—. Me la llevaré lejos de Antigua, al otro lado del mar Angosto, a una de las Ciudades Libres.» Allí no había maestres; allí nadie lo acusaría.
 
Alcanzó a oír la risa de Emma, que se colaba a través de los postigos cerrados de una ventana situada más arriba, mezclada con otra voz más grave, la del hombre al que estaba atendiendo. Era la mayor de las mozas de El Cálamo y el Pichel, cuarenta años como poco, pero aún conservaba cierta belleza pulposa. Su hija Rosey tenía quince años y acababa de florecer. Emma había decretado que la virginidad de Rosey costaría un dragón de oro. Pate había ahorrado nueve venados de plata y un cuenco de estrellas de cobre y calderilla, pero de gran cosa le iba a servir. Le resultaría más fácil empollar un dragón de verdad que ahorrar monedas suficientes para obtener uno de oro.
 
—Si querías dragones, naciste demasiado tarde, chaval —le dijo a Roone Armen el Acólito. Armen llevaba en torno al cuello una tira de cuero engarzada con eslabones de peltre, cinc, plomo y cobre, y por lo visto pensaba, como la mayoría de los acólitos, que lo que tenían los novatos sobre los hombros era un nabo, no una cabeza—. El último murió durante el reinado de Aegon III.
 
—El último de Poniente —insistió Mollander.
 
—Tira la manzana —volvió a apremiarlo Alleras.
 
El Esfinge era un joven atractivo. Todas las mozas lo mimaban y
consentían. Hasta Rosey le rozaba a veces el brazo cuando le servía vino, y Pate tenía que apretar los dientes y fingir que no se daba cuenta.
 
—El último dragón de Poniente fue el último dragón, y punto —insistió Armen—. Eso lo sabe cualquiera.
 
—¡Venga, esa manzana! —pidió Alleras—. ¿O te la vas a comer?
 
—Venga.
 
Arrastrando el pie zambo, Mollander dio un saltito, giró sobre sí mismo y lanzó la manzana hacia la bruma que pendía sobre el Vinomiel. De no ser por el pie habría sido caballero, igual que su padre. Fuerza para ello le sobraba, como demostraban aquellos brazos gruesos y hombros anchos. La manzana voló lejos, veloz...
 
... pero no tanto como la flecha que surcó el aire tras ella: cuatro palmos de vara de madera dorada con plumas de color escarlata. Pate no la vio acertar a la manzana, pero sí oyó el impacto, un ligero chunk que despertó ecos al otro lado del río antes de que llegara el ruido de la fruta contra el agua.
 
Mollander silbó.
 
—Le has sacado el corazón. Qué belleza.
 
«No tanta como la que tiene Rosey.» Pate adoraba aquellos ojos
color avellana, aquellos pechos incipientes, la manera en que le sonreía al verlo. Adoraba los hoyuelos que tenía en las mejillas. A veces servía las bebidas descalza para notar la sensación de la hierba en los pies. Eso también lo adoraba. Adoraba su olor limpio y fresco, la manera en que se le rizaba el pelo detrás de las orejas. Hasta adoraba los dedos de sus pies. Una noche, la muchacha le había dejado que se los masajeara y jugara con ellos, y Pate había inventado una historia divertida sobre cada dedo, todo con tal de que no dejara de reírse.
 
Tal vez fuera mejor no cruzar el mar Angosto. Con el dinero que había ahorrado podía comprar un burro; Rosey y él lo montarían por turnos y recorrerían Poniente. Cierto era que Ebrose no lo consideraba digno del eslabón de plata, pero Pate sabía entablillar un hueso y aplicar sanguijuelas para unas fiebres. El pueblo llano le agradecería su ayuda. Si aprendía a cortar el pelo y afeitar, hasta podría trabajar de barbero.
 
«Con eso me bastaría —se dijo—, si tuviera a Rosey.» Rosey era todo lo que deseaba en el mundo.
 
No siempre había pensado lo mismo. En otros tiempos soñó con ser el maestre de un castillo, al servicio de algún señor generoso que lo honraría por su sabiduría y le regalaría un hermoso caballo blanco para agradecerle sus servicios. Qué alto, qué orgulloso cabalgaría, sonriendo desde arriba a la gente sencilla cuando se la cruzara en los caminos...
 
Una noche, en la sala común de El Cálamo y el Pichel, después de la segunda jarra de una sidra monstruosamente fuerte, Pate había alardeado de que no sería novicio toda la vida.
 
—Cierto —fue la respuesta a gritos de Leo el Vago—. Algún día serás un ex novicio que se dedicará a criar cerdos.
 
Apuró los posos de la jarra. En aquel amanecer, el porche iluminado con antorchas de El Cálamo y el Pichel era una isla de luz en un mar de neblina. Río abajo, el distante Faro de Hightower flotaba en la humedad de la noche como una nebulosa luna anaranjada, pero la luz no bastaba para animarlo.
 
«Ya tendría que haber venido el alquimista.» ¿Había sido una broma cruel, o le habría sucedido algo? No sería la primera vez que se le desmoronaba la buena suerte nada más rozar a Pate. En cierta ocasión se había considerado afortunado porque el archimaestre Walgrave lo había elegido para que lo ayudara con los cuervos, sin siquiera imaginar que muy poco más adelante también estaría sirviéndole las comidas, barriendo sus habitaciones y vistiéndolo por las mañanas. Según decía todo el mundo, lo que Walgrave había olvidado sobre la cría y cuidado de los cuervos era más de lo que la mayoría de los maestres llegaba a saber en toda su vida, de manera que Pate dio por supuesto que lo mínimo a lo que podía aspirar era un eslabón negro. Pero Walgrave no estaba dispuesto a dárselo. Si permitían al anciano seguir ostentando el título de archimaestre, era solo por cortesía. Había sido un gran maestre, pero en aquellos tiempos, su túnica ocultaba a menudo la ropa interior sucia, y medio año atrás, unos acólitos lo habían encontrado en la biblioteca llorando porque no sabía volver a sus habitaciones. El maestre Gormon ocupaba el lugar de Walgrave bajo la máscara de hierro. El mismo Gormon que en cierta ocasión había acusado de robo a Pate.
 
En el manzano que se alzaba junto al agua, un ruiseñor empezó a cantar. Era un sonido agradable, un grato cambio tras los gritos roncos y los graznidos incesantes de los cuervos que cuidaba todo el día. Los cuervos blancos conocían su nombre y en cuanto lo veían se lo empezaban a decir entre ellos, «Pate, Pate, Pate», hasta que le entraban ganas de gritar. Aquellos enormes pájaros blancos eran el orgullo del archimaestre Walgrave. Quería que devorasen su cadáver cuando muriese, pero Pate tenía la sospecha de que se lo querrían comer a él también.
 
Tal vez fuera aquella sidra monstruosamente fuerte (aunque no había ido con intención de beber, Alleras había estado pagando rondas para celebrar su eslabón de cobre, y el sentimiento de culpa le daba sed), pero casi sonaba como si los trinos del ruiseñor dijeran «oro por hierro, oro por hierro, oro por hierro». Cosa de lo más extraño, porque era lo mismo que había dicho el desconocido la noche en que Rosey los reunió. «¿Quién eres?», le había preguntado Pate, y la respuesta del hombre fue «Un alquimista. Sé transformar el hierro en oro». Y de repente tenía la moneda en la mano, la hacía bailar por encima de los nudillos, y el amarillo dorado brillaba a la luz de la vela. En un lado se veía un dragón de tres cabezas, y en el otro, la cara de algún rey muerto. «Oro por hierro —recordó Pate—, no hay mejor negocio. ¿La quieres tener? ¿La amas?»
 
—No soy ningún ladrón —le respondió al hombre que se decía alquimista—. Soy novicio en la Ciudadela.
 
El alquimista inclinó la cabeza.
 
—Si lo reconsideras, volveré a estar aquí dentro de tres días, con mi dragón —se limitó a decir.
 
Habían pasado tres días. Pate había regresado a El Cálamo y el Pichel, aunque aún no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero en lugar del alquimista se encontró con Mollander, Armen y el Esfinge, con Roone pisándoles los talones. Si no se hubiera unido a ellos, habría resultado sospechoso.
 
El Cálamo y el Pichel no cerraba nunca. Llevaba seiscientos años en su isla del Vinomiel y ni un solo día había dejado de atender a los clientes. Aunque el alto edificio de madera se inclinaba hacia el sur, igual que los novicios se inclinaban a veces después de una jarra, Pate daba por hecho que la taberna seguiría en pie y en marcha seiscientos años más, despachando vino, cerveza y aquella sidra monstruosamente fuerte a marineros, hombres del río, herreros, bardos, sacerdotes y príncipes, y a los novicios y acólitos de la Ciudadela.
 
—Antigua no es el mundo —declaró Mollander en voz dema- siado alta.
 
Era hijo de un caballero y no podía estar más borracho. Desde que le llegó la noticia de la muerte de su padre en el Aguasnegras, se emborrachaba casi todas las noches. Incluso allí, en Antigua, lejos de las batallas y a salvo tras los muros, la guerra de los Cinco Reyes los había afectado a todos, aunque el archimaestre Benedict no dejaba de señalar que no había sido nunca una guerra de cinco reyes, ya que Renly Baratheon había sido asesinado antes de la coronación de Balon Greyjoy.
 
—Mi padre decía siempre que el mundo es más grande que el castillo de ningún señor —siguió Mollander—. Los dragones deben de ser lo mínimo que se podría encontrar en Qarth, Asshai y Yi Ti. Las historias que cuentan esos marineros...
 
—... son historias que cuentan los marineros —lo interrumpió Armen—. Marineros, mi querido Mollander. Baja a los muelles y te apuesto lo que sea a que te encontrarás marineros que te hablarán de las sirenas que se han tirado, o de como pasaron un año en el vientre de un pez.
© Kate Russell
George R. R. Martin is the #1 New York Times bestselling author of many novels, including those of the acclaimed series A Song of Ice and Fire—A Game of Thrones, A Clash of Kings, A Storm of Swords, A Feast for Crows, and A Dance with Dragons—as well as Tuf Voyaging, Fevre Dream, The Armageddon Rag, Dying of the Light, Windhaven (with Lisa Tuttle), and Dreamsongs Volumes I and II. He is also the creator of The Lands of Ice and Fire, a collection of maps featuring original artwork from illustrator and cartographer Jonathan Roberts, The World of Ice & Fire (with Elio M. García, Jr., and Linda Antonsson), and Fire & Blood, the first volume of the definitive two-part history of the Targaryens in Westeros, with illustrations by Doug Wheatley. As a writer-producer, he has worked on The Twilight Zone, Beauty and the Beast, and various feature films and pilots that were never made. He lives with the lovely Parris in Santa Fe, New Mexico. View titles by George R. R. Martin

About

Canción de hielo y fuego IV 
“Cuando se apaga el clamor de las espadas, solamente queda carroña para los cuervos”.
 
Tras siglos de guerras descarnadas, los siete poderes que dividen la tierra se han diezmado unos a otros hasta alcanzar una difícil tregua. Muy pocos reclamos legítimos existen ya por el Trono de Hierro, y la guerra que ha convertido al mundo en poco más que un desierto al fin ha terminado. O eso parece. Pero no pasa mucho tiempo antes de que los sobrevivientes, los proscritos, los renegados y los carroñeros de los Siete Reinos se reúnan. 

Ahora, como cuervos humanos que acechan un banquete de cenizas, nuevas intrigas y peligrosas alianzas se forman, a la vez que rostros sorprendentes —algunos familiares, otros desconocidos— emergen de un siniestro crepúsculo de caos y luchas pasadas para sumir los desafíos de los terribles tiempos que se avecinan. Nobles y plebeyos, soldados y hechiceros, asesinos y sabios se unen para hacer valer su vida y sus fortunas. Porque en un festín de cuervos, muchos son los invitados… pero sólo unos pocos logran sobrevivir.

Festín de cuervos es una aventura magistralmente escrita, de ritmo vertiginoso y emocionalmente compleja”. —Newsday.

ENGLISH DESCRIPTION

THE BOOK BEHIND THE FOURTH SEASON OF THE ACCLAIMED HBO SERIES GAME OF THRONES
#1 NEW YORK TIMES BESTSELLER A SONG OF ICE AND FIRE SERIES: BOOK 4
Few books have captivated the imagination and won the devotion and praise of readers and critics everywhere as has George R. R. Martin’s monumental epic cycle of high fantasy. Now, in A Feast for Crows, Martin delivers the long-awaited fourth book of his landmark series, as a kingdom torn asunder finds itself at last on the brink of peace . . . only to be launched on an even more terrifying course of destruction.
A FEAST FOR CROWS
It seems too good to be true. After centuries of bitter strife and fatal treachery, the seven powers dividing the land have decimated one another into an uneasy truce. Or so it appears. . . . With the death of the monstrous King Joffrey, Cersei is ruling as regent in King’s Landing. Robb Stark’s demise has broken the back of the Northern rebels, and his siblings are scattered throughout the kingdom like seeds on barren soil. Few legitimate claims to the once desperately sought Iron Throne still exist—or they are held in hands too weak or too distant to wield them effectively. The war, which raged out of control for so long, has burned itself out. 
But as in the aftermath of any climactic struggle, it is not long before the survivors, outlaws, renegades, and carrion eaters start to gather, picking over the bones of the dead and fighting for the spoils of the soon-to-be dead. Now in the Seven Kingdoms, as the human crows assemble over a banquet of ashes, daring new plots and dangerous new alliances are formed, while surprising faces—some familiar, others only just appearing—are seen emerging from an ominous twilight of past struggles and chaos to take up the challenges ahead. 
It is a time when the wise and the ambitious, the deceitful and the strong will acquire the skills, the power, and the magic to survive the stark and terrible times that lie before them. It is a time for nobles and commoners, soldiers and sorcerers, assassins and sages to come together and stake their fortunes . . . and their lives. For at a feast for crows, many are the guests—but only a few are the survivors.

Excerpt

PRÓLOGO
 
—Dragones —dijo Mollander. Cogió del suelo una manzana arrugada y se la pasó de una mano a otra.
 
—Lánzala —le dijo Alleras el Esfinge, apremiante. Sacó una flecha del carcaj y la centró en la cuerda del arco.
 
—Cuánto me gustaría ver un dragón. —Roone era el menor de todos, tan solo un chiquillo regordete al que aún le faltaban dos años para llegar a la edad viril—. No sabéis cuánto me gustaría.
 
«Y a mí me gustaría dormir abrazado a Rosey —pensó Pate. Cambió de postura en el banco, inquieto. Tal vez la chica fuera suya al amanecer—. Me la llevaré lejos de Antigua, al otro lado del mar Angosto, a una de las Ciudades Libres.» Allí no había maestres; allí nadie lo acusaría.
 
Alcanzó a oír la risa de Emma, que se colaba a través de los postigos cerrados de una ventana situada más arriba, mezclada con otra voz más grave, la del hombre al que estaba atendiendo. Era la mayor de las mozas de El Cálamo y el Pichel, cuarenta años como poco, pero aún conservaba cierta belleza pulposa. Su hija Rosey tenía quince años y acababa de florecer. Emma había decretado que la virginidad de Rosey costaría un dragón de oro. Pate había ahorrado nueve venados de plata y un cuenco de estrellas de cobre y calderilla, pero de gran cosa le iba a servir. Le resultaría más fácil empollar un dragón de verdad que ahorrar monedas suficientes para obtener uno de oro.
 
—Si querías dragones, naciste demasiado tarde, chaval —le dijo a Roone Armen el Acólito. Armen llevaba en torno al cuello una tira de cuero engarzada con eslabones de peltre, cinc, plomo y cobre, y por lo visto pensaba, como la mayoría de los acólitos, que lo que tenían los novatos sobre los hombros era un nabo, no una cabeza—. El último murió durante el reinado de Aegon III.
 
—El último de Poniente —insistió Mollander.
 
—Tira la manzana —volvió a apremiarlo Alleras.
 
El Esfinge era un joven atractivo. Todas las mozas lo mimaban y
consentían. Hasta Rosey le rozaba a veces el brazo cuando le servía vino, y Pate tenía que apretar los dientes y fingir que no se daba cuenta.
 
—El último dragón de Poniente fue el último dragón, y punto —insistió Armen—. Eso lo sabe cualquiera.
 
—¡Venga, esa manzana! —pidió Alleras—. ¿O te la vas a comer?
 
—Venga.
 
Arrastrando el pie zambo, Mollander dio un saltito, giró sobre sí mismo y lanzó la manzana hacia la bruma que pendía sobre el Vinomiel. De no ser por el pie habría sido caballero, igual que su padre. Fuerza para ello le sobraba, como demostraban aquellos brazos gruesos y hombros anchos. La manzana voló lejos, veloz...
 
... pero no tanto como la flecha que surcó el aire tras ella: cuatro palmos de vara de madera dorada con plumas de color escarlata. Pate no la vio acertar a la manzana, pero sí oyó el impacto, un ligero chunk que despertó ecos al otro lado del río antes de que llegara el ruido de la fruta contra el agua.
 
Mollander silbó.
 
—Le has sacado el corazón. Qué belleza.
 
«No tanta como la que tiene Rosey.» Pate adoraba aquellos ojos
color avellana, aquellos pechos incipientes, la manera en que le sonreía al verlo. Adoraba los hoyuelos que tenía en las mejillas. A veces servía las bebidas descalza para notar la sensación de la hierba en los pies. Eso también lo adoraba. Adoraba su olor limpio y fresco, la manera en que se le rizaba el pelo detrás de las orejas. Hasta adoraba los dedos de sus pies. Una noche, la muchacha le había dejado que se los masajeara y jugara con ellos, y Pate había inventado una historia divertida sobre cada dedo, todo con tal de que no dejara de reírse.
 
Tal vez fuera mejor no cruzar el mar Angosto. Con el dinero que había ahorrado podía comprar un burro; Rosey y él lo montarían por turnos y recorrerían Poniente. Cierto era que Ebrose no lo consideraba digno del eslabón de plata, pero Pate sabía entablillar un hueso y aplicar sanguijuelas para unas fiebres. El pueblo llano le agradecería su ayuda. Si aprendía a cortar el pelo y afeitar, hasta podría trabajar de barbero.
 
«Con eso me bastaría —se dijo—, si tuviera a Rosey.» Rosey era todo lo que deseaba en el mundo.
 
No siempre había pensado lo mismo. En otros tiempos soñó con ser el maestre de un castillo, al servicio de algún señor generoso que lo honraría por su sabiduría y le regalaría un hermoso caballo blanco para agradecerle sus servicios. Qué alto, qué orgulloso cabalgaría, sonriendo desde arriba a la gente sencilla cuando se la cruzara en los caminos...
 
Una noche, en la sala común de El Cálamo y el Pichel, después de la segunda jarra de una sidra monstruosamente fuerte, Pate había alardeado de que no sería novicio toda la vida.
 
—Cierto —fue la respuesta a gritos de Leo el Vago—. Algún día serás un ex novicio que se dedicará a criar cerdos.
 
Apuró los posos de la jarra. En aquel amanecer, el porche iluminado con antorchas de El Cálamo y el Pichel era una isla de luz en un mar de neblina. Río abajo, el distante Faro de Hightower flotaba en la humedad de la noche como una nebulosa luna anaranjada, pero la luz no bastaba para animarlo.
 
«Ya tendría que haber venido el alquimista.» ¿Había sido una broma cruel, o le habría sucedido algo? No sería la primera vez que se le desmoronaba la buena suerte nada más rozar a Pate. En cierta ocasión se había considerado afortunado porque el archimaestre Walgrave lo había elegido para que lo ayudara con los cuervos, sin siquiera imaginar que muy poco más adelante también estaría sirviéndole las comidas, barriendo sus habitaciones y vistiéndolo por las mañanas. Según decía todo el mundo, lo que Walgrave había olvidado sobre la cría y cuidado de los cuervos era más de lo que la mayoría de los maestres llegaba a saber en toda su vida, de manera que Pate dio por supuesto que lo mínimo a lo que podía aspirar era un eslabón negro. Pero Walgrave no estaba dispuesto a dárselo. Si permitían al anciano seguir ostentando el título de archimaestre, era solo por cortesía. Había sido un gran maestre, pero en aquellos tiempos, su túnica ocultaba a menudo la ropa interior sucia, y medio año atrás, unos acólitos lo habían encontrado en la biblioteca llorando porque no sabía volver a sus habitaciones. El maestre Gormon ocupaba el lugar de Walgrave bajo la máscara de hierro. El mismo Gormon que en cierta ocasión había acusado de robo a Pate.
 
En el manzano que se alzaba junto al agua, un ruiseñor empezó a cantar. Era un sonido agradable, un grato cambio tras los gritos roncos y los graznidos incesantes de los cuervos que cuidaba todo el día. Los cuervos blancos conocían su nombre y en cuanto lo veían se lo empezaban a decir entre ellos, «Pate, Pate, Pate», hasta que le entraban ganas de gritar. Aquellos enormes pájaros blancos eran el orgullo del archimaestre Walgrave. Quería que devorasen su cadáver cuando muriese, pero Pate tenía la sospecha de que se lo querrían comer a él también.
 
Tal vez fuera aquella sidra monstruosamente fuerte (aunque no había ido con intención de beber, Alleras había estado pagando rondas para celebrar su eslabón de cobre, y el sentimiento de culpa le daba sed), pero casi sonaba como si los trinos del ruiseñor dijeran «oro por hierro, oro por hierro, oro por hierro». Cosa de lo más extraño, porque era lo mismo que había dicho el desconocido la noche en que Rosey los reunió. «¿Quién eres?», le había preguntado Pate, y la respuesta del hombre fue «Un alquimista. Sé transformar el hierro en oro». Y de repente tenía la moneda en la mano, la hacía bailar por encima de los nudillos, y el amarillo dorado brillaba a la luz de la vela. En un lado se veía un dragón de tres cabezas, y en el otro, la cara de algún rey muerto. «Oro por hierro —recordó Pate—, no hay mejor negocio. ¿La quieres tener? ¿La amas?»
 
—No soy ningún ladrón —le respondió al hombre que se decía alquimista—. Soy novicio en la Ciudadela.
 
El alquimista inclinó la cabeza.
 
—Si lo reconsideras, volveré a estar aquí dentro de tres días, con mi dragón —se limitó a decir.
 
Habían pasado tres días. Pate había regresado a El Cálamo y el Pichel, aunque aún no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero en lugar del alquimista se encontró con Mollander, Armen y el Esfinge, con Roone pisándoles los talones. Si no se hubiera unido a ellos, habría resultado sospechoso.
 
El Cálamo y el Pichel no cerraba nunca. Llevaba seiscientos años en su isla del Vinomiel y ni un solo día había dejado de atender a los clientes. Aunque el alto edificio de madera se inclinaba hacia el sur, igual que los novicios se inclinaban a veces después de una jarra, Pate daba por hecho que la taberna seguiría en pie y en marcha seiscientos años más, despachando vino, cerveza y aquella sidra monstruosamente fuerte a marineros, hombres del río, herreros, bardos, sacerdotes y príncipes, y a los novicios y acólitos de la Ciudadela.
 
—Antigua no es el mundo —declaró Mollander en voz dema- siado alta.
 
Era hijo de un caballero y no podía estar más borracho. Desde que le llegó la noticia de la muerte de su padre en el Aguasnegras, se emborrachaba casi todas las noches. Incluso allí, en Antigua, lejos de las batallas y a salvo tras los muros, la guerra de los Cinco Reyes los había afectado a todos, aunque el archimaestre Benedict no dejaba de señalar que no había sido nunca una guerra de cinco reyes, ya que Renly Baratheon había sido asesinado antes de la coronación de Balon Greyjoy.
 
—Mi padre decía siempre que el mundo es más grande que el castillo de ningún señor —siguió Mollander—. Los dragones deben de ser lo mínimo que se podría encontrar en Qarth, Asshai y Yi Ti. Las historias que cuentan esos marineros...
 
—... son historias que cuentan los marineros —lo interrumpió Armen—. Marineros, mi querido Mollander. Baja a los muelles y te apuesto lo que sea a que te encontrarás marineros que te hablarán de las sirenas que se han tirado, o de como pasaron un año en el vientre de un pez.

Author

© Kate Russell
George R. R. Martin is the #1 New York Times bestselling author of many novels, including those of the acclaimed series A Song of Ice and Fire—A Game of Thrones, A Clash of Kings, A Storm of Swords, A Feast for Crows, and A Dance with Dragons—as well as Tuf Voyaging, Fevre Dream, The Armageddon Rag, Dying of the Light, Windhaven (with Lisa Tuttle), and Dreamsongs Volumes I and II. He is also the creator of The Lands of Ice and Fire, a collection of maps featuring original artwork from illustrator and cartographer Jonathan Roberts, The World of Ice & Fire (with Elio M. García, Jr., and Linda Antonsson), and Fire & Blood, the first volume of the definitive two-part history of the Targaryens in Westeros, with illustrations by Doug Wheatley. As a writer-producer, he has worked on The Twilight Zone, Beauty and the Beast, and various feature films and pilots that were never made. He lives with the lovely Parris in Santa Fe, New Mexico. View titles by George R. R. Martin