Capítulo UNONadie podía afirmar sin temor a equivocarse que los Sackett fueran lo que se dice supersticiosos. Sin embargo, si hubiera hecho un nudo en una toalla o si hubiera dejado una pala en el fuego, tal vez no habría pasado nada.
El problema fue que, cuando salí caminando hasta esa punta, mi mente se escapó como vuelan los gansos salvajes a través de un cielo del oeste.
Lo que contemplé fue el paisaje de un hermoso país. Justo a mis pies fluía el río, que se revolvía y se agitaba al menos a doscientos metros debajo de donde me encontraba, formando profundos remansos azules ocasionalmente. Al otro lado del río, y hasta el horizonte hacia el norte y hacia el este, podía ver el mejor bosque de pinos maderables a este lado de las montañas Smoky.
Se veían por todas partes rocas burdas redondeadas, con ocasionales crestas desnudas hacia el oeste, donde los pinos se hacían más escasos y el territorio por último se tornaba desierto. Frente a mí, aunque a muchos kilómetros de distancia, se levantaba un gigantesco muro. Era al menos trescientos metros más alto que el lugar donde me encontraba ahora, aunque yo estaba en territorio bastante elevado.
En los alrededores de Globe había oído hablar de este muro. En los mapas que había visto se señalaba como el Mogollón, pero por acá lo llamaban el Muggy-own.
Este era el lugar que habíamos estado buscando, y ahora yo trataba de encontrar una ruta para mi carreta y mi ganado. Parado en esa punta elevada, me pareció ver una posible ruta y me dispuse a regresar. Pero nunca lo hice, porque algo me golpeó con tremenda fuerza a un lado del cráneo, y lo siguiente que supe era que estaba cayendo.
¿Cayendo? ¿Con un precipicio de doscientos metros a mis pies? El miedo me atenazó la garganta, y oí un horrible y desgarrador grito… el mío.
Entonces mi hombro golpeó con fuerza contra el pico de una roca que se desmoronó en pedazos por el impacto, y de nuevo estaba cayendo; me golpeé otra vez, caí otro trecho y me volví a golpear, esta vez con los pies y de cara a un declive rocoso que me lanzó al aire de nuevo. Cuando me volví a golpear, seguí deslizándome en la cara lisa de una roca que se curvaba hacia adentro y me hizo caer de nuevo, esta vez de pie.
Los matorrales que tapizaban la ladera de la montaña detuvieron mi caída por un instante, pero el peso de mi cuerpo los rompió, mientras trataba de agarrarme; sin embargo, seguí cayendo directo a un profundo remanso del río.
Me hundí, y cuando pensé en salir a flote y nadar, mi pantalón se enredó en algo y empecé a patalear desesperadamente para soltarme. Algo cedió bajo el agua, y salí a la superficie justo en el punto por donde desaguaba el remanso.
Abrí la boca intentando respirar, y una ola me golpeó en toda la cara prácticamente ahogándome, mientras que la fuerza de la corriente me empujaba entre las rocas y por una caída de dos metros. La corriente me llevó, y pasé por otro rápido antes de lograr ponerme de pie en aguas someras.
Aún entonces, parado sobre las piedras lisas, volví a caer, y en esta oportunidad la corriente me dejó caer en un remanso aún más abajo, casi totalmente cubierto por árboles que formaban arcos con sus ramas. Moviendo mis brazos y mis piernas en todas direcciones, logré aferrarme a una raíz y jalarme para salir del agua. Debajo de las raíces de un viejo sicomoro que se inclinaba sobre el agua había un hueco negro, y por instinto más que por lógica, me metí en él antes de perder el conocimiento.
Por largo tiempo no sentí nada, no oí nada.
Me despertó el frío. Helado y temblando, me esforcé por recuperar algo semejante a la conciencia. Al principio sólo sentí frío… y luego me di cuenta de que alguien hablaba en las proximidades.
—¿Por qué está tan preocupado el jefe? Era sólo un vaquero vagabundo.
—No se le paga para que cuestione al jefe, Dancer. Dijo que debíamos encontrarlo y matarlo, y dijo que debíamos buscarlo durante toda una semana, de ser necesario, pero quiere que se encuentre el cuerpo y que se entierre bien profundo. Si no está muerto, lo matamos.
—¿Bromeas? ¡Pero si el pobre tipo cayó a un abismo de doscientos metros! Y apuesto a que murió antes de empezar a caer. Macon no podía fallar el disparo a esa distancia, con su objetivo allí de pie, quieto, como estaba.
—Eso no importa. Lo buscaremos hasta encontrarlo.
El sonido de los cascos de sus caballos que se alejaban lentamente fue desvaneciéndose, y me quedé acostado, quieto, tiritando sobre el suelo frío, consciente de que debía encontrar la forma de calentarme o morir. Cuando traté de mover mi brazo, cayó como peso muerto, estaba así de entumecido.
Mis dedos se aferraron a una roca que estaba firmemente incrustada en el suelo y me impulsé más adentro en el hueco. Debajo de mí el suelo era barro helado, pero ofrecía algún tipo de refugio, por lo que me enrosqué como un recién nacido e intenté pensar.
¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Quién quería matarme y por qué?
Mis ideas eran confusas, y no podía pensar en nada que tuviera sentido. Sentía un dolor sordo y punzante en la cabeza, y apreté los ojos para soportarlo. Una de mis piernas estaba tan rígida que prácticamente no se movía, y cuando miré mis manos, no quise mirarlas por segunda vez. Cuando me golpeé contra el acantilado, me las había pelado casi totalmente al tratar de aferrarme a algo. También había perdido por completo una uña.
Alguien llamado Macon me había disparado, pero hasta donde recordaba, nunca había conocido a nadie con ese nombre. Sin embargo, ese súbito impacto en la cabeza cuando me disponía a dar la vuelta para regresar del borde del precipicio debió haber sido ese disparo, y el hecho de haberme girado fue, probablemente, lo que me salvó la vida. Con los dedos me toqué la cabeza y los retiré rápidamente. Tenía una herida abierta, como un surco en carne viva en el cuero cabelludo, justo arriba de la oreja.
El frío me había despertado; las voces me habían puesto a pensar. Estos dos factores unidos me habían dado la posibilidad de sobrevivir. Sin embargo, ¿por qué intentarlo? Lo único que tenía que hacer era acostarme, quedarme quieto y muy pronto estaría muerto. Toda esa lucha, todo ese dolor habrían terminado.
Y luego pensé en algo.
Ange… Ange Kerry, la muchacha que se había convertido en mi esposa. ¿Dónde estaba?
Cuando pensé en ella, me volteé y empecé a ponerme de pie. Ange estaba allá arriba en la montaña, con la carreta y el ganado, y estaba sola. Estaba allá arriba esperándome, preocupada. Y estaba sola.
Se hacía de noche, y fuera cual fuera la búsqueda que se estaba llevando a cabo para encontrarme, terminaría al caer la noche, al menos por hoy. Si yo iba a hacer algo, debía empezar de inmediato.
Ayudándome con el codo y la mano, fui saliendo del hueco y me impulsé hacia arriba aferrándome al sicomoro. Mientras lo hacía, me mantenía tan pegado al árbol como me era posible, para esconderme.
A lo largo de la quebrada el bosque era abierto, prácticamente libre de arbustos o maleza, pero los enormes y viejos sicomoros formaban un techo casi sólido en lo alto, de modo que donde yo me encontraba ya era el atardecer.
Los dientes me castañeteaban por el frío, porque mi camisa estaba hecha jirones, al igual que mis pantalones, y había perdido las botas. El cinturón con la cartuchera se había soltado durante mi caída y ya no tenía mi pistola ni mi cuchillo de explorador.
No había nieve, pero el frío era intenso. Golpeando mi brazo contra mi tronco, intenté hacer circular la sangre para calentarme. No podía mover una de mis piernas, aunque por lo que podía sentir estaba seguro de que no estaba rota.
Refugio… tenía que encontrar refugio y calor. Si pudiera llegar a la carreta, podría encontrar ropa, mantas y una pistola. Ante todo, podría ver a Ange, podría asegurarme de que estuviera bien.
Pero primero debía pensar. Sólo la capacidad de pensar había permitido que el hombre subsistiera, al menos eso había oído decir en algún lugar. Ahora, el enemigo era el pánico, algo a lo que le debía tener más miedo que al frío o incluso que al enemigo sin nombre que me había herido y que ahora tenía a muchos hombres buscándome.
¿Quién podría ser? ¿Y por qué?
Este era territorio indómito—en realidad era territorio apache—y había pocos hombres blancos en los alrededores, y nadie que me conocía.
Hasta donde sabía, nadie estaba enterado de que estuviéramos en esta región… Pensándolo bien, sí, había alguien que lo sabía: el dueño del almacén en Globe, a quien le habíamos pedido información. Sin duda otros nos habían visto en Globe, pero yo no tenía enemigos allí, ni tampoco había hablado con nadie más, ni hice algo que pudiera ofender a alguien.
Ahora, cuidadosamente, paso a paso, fui saliendo del río y me interné bien adentro en el bosque. El sol se estaba ocultando y me indicó la dirección que debía tomar.
El movimiento me producía dolor. Sentía un millón de alfilerazos en mi pierna dormida, pero continué, con el mayor cuidado que pude, teniendo en cuenta la situación, con la esperanza de no dejar ningún rastro por el que me pudieran seguir.
Mientras trepaba por el banco a la orilla del río, mi mano agarró una roca redondeada y afilada. Era una burda hacha de mano prehistórica.
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